Especial TTC: La ruta turística por “El valle sagrado de los Incas” en Perú
Por: José Luis Perelló
Del sobrecogedor mirador de Raqchi a la iglesia barroca de San Pedro Apóstol de Andahuaylillas, así es la ruta por uno de los mayores reclamos turísticos de Perú y sus paradas imprescindibles.
La mejor puerta de entrada al Valle Sagrado es el mirador de Raqchi. La vista de la cordillera del Vilcanota y Urubamba atravesada de nubes es un misterio por desvelar. Dada la devoción del hombre andino por las montañas, consideradas, según su cosmovisión, como entidades divinas capaces de regir el destino humano y protectoras de su cultivo, es probable que este mirador fuera lugar de culto y veneración.
Un mercado textil anima las mañanas, allí mujeres ataviadas con altos sombreros tradicionales y enaguas coloridas venden los reputados tejidos de Chinchero. Los turistas, ante el frío, valoran comprar un poncho mientras toman un té de coca para evitar el mal de altura. Estas son las tierras altas, a más de 3.000 metros. Y es solo el inicio de la Ruta.
1. Moray: Este sitio arqueológico fue el primer laboratorio de experimentación e investigación agrícola, un proyecto pionero y, desde el punto de vista técnico, impactante. Se constata la influencia de Pachacútec (1438-1471), quien transformó y expandió la tierra Inca, muy conocido por mandar a construir Machu Picchu. Fue el noveno gobernante y el que cambiaría el pequeño estado regional por un imperio vasto y próspero.
Moray es un complejo construido en terrazas o andenes agrícolas, superpuestos de manera concéntrica y con su correspondiente altura, dando forma a un anfiteatro y a otros dos hoyos naturales enormes. Cada una de las terrazas poseía su propio canal de riego que, a su vez, facilitaba el riego siguiente. Dado que cada una tenía una temperatura concreta, permitía cultivar varios tipos de plantas y para conseguir la mejor variedad de los productos: hoja de coca, quinoa, algodón, papaya, camotes, tomate, maíz (en los andenes más bajos) y, evidentemente, papas (en los altos).
2. Salinas de Maras: Esta es una visita cargada de misticismo, de ciencia y de fascinación; con un relieve de valor de un lugar insólito. La fotografía, tanto de cerca como de lejos, es sumamente plástica y el juego de los contraluces cambia en distintas horas. Sobre de dónde y cómo aparecieron las salinas de Maras en esta quebrada a más de 3.000 metros de altura existen varias leyendas —la más extendida cuenta que las aguas saladas que brotan de la montaña son las lágrimas de “Ayar Cachi”, encerrado por sus hermanos en una cueva— y, también, una explicación científica: la cercana montaña de Qaqawiñay contiene un manantial que, a través de un riachuelo, lleva el agua salada hasta las pozas.
El intenso sol que les da brillo provoca su evaporación, dejando residuos de sal que sobresalen en las pequeñas albercas o salares. Si el rostro del viajero cambia en función de lo bien que le hace sentir un paisaje, este horizonte blanco es de lo más generoso porque si algo se percibe alrededor es entusiasmo comunitario. Concebidas como un regalo de la Pachamama, estas minas de sal baja en cloruro de sodio tienen más de 100 millones de años y se encuentran a unos 50 kilómetros de la ciudad de Cuzco. Hoy desde aquí se exportan al año ocho toneladas de sal a dieciséis países.
3. Ollantaytambo: Siguiendo el curso del río Urubamba se llega a otra joya arquitectónica, que no es solo una escala en la ruta a Machu Picchu, este vibrante pueblo del Valle Sagrado es un destino por derecho propio. La vuelta por el mercado de abastos asegura un baño de autenticidad. Más allá del pueblo, tiernamente acogedor, el circuito turístico del parque arqueológico o fortaleza o centro ceremonial con grandes terrazas de piedra en la colina permite recorrer el Templo del Sol, la zona militar o la fuente ceremonial, en cuya explanada campan a sus anchas unas llamas de elegancia casi hierática.
Los orígenes de Ollantaytambo se remontan a tiempos de los aimaras, 3.500 años atrás. El significado de su nombre es “ver hacia abajo” o “mirador”. Ahí está, tallado en piedra, en la montaña de enfrente, el rostro de Viracocha (una divinidad andina), un perfil que cada 21 de junio concentra a fotógrafos de todo el mundo atentos al rayo de sol exacto que ilumine el ojo del inca. Fue aquí donde en 1537 el Manco Inca derrotó a la caballería española de Pizarro en la llamada batalla de Ollantaytambo.
De vuelta a la carretera del frondoso valle, el turista que por la mañana compró el poncho en el mirador de Raqchi ahora elige tomar algo autóctono: la chicha, bebida sagrada de los incas a partir de maíz (amarillo) y alcohol que se vende en chicherías, establecimientos de carretera en cuya entrada ondea una bandera roja (esa es la señal). Pasamos pueblos como Yucay, Huayllabamba y, por supuesto, Lamay, donde se puede visitar el pequeño asentamiento inca Huch’uy Qusqu, a 3.600 metros sobre el nivel del mar, y comer cuy al palo, que se ofrece por todos lados.
4. Pisac: Un colorido pueblo cuya ubicación y espiritualidad han atraído en los últimos años a muchos “hippies”. En lo alto del pueblo están las 9.000 hectáreas de ruinas. Impresiona por lo bien que se aprecian sectores y funcionalidades. Aún se percibe la división del territorio en barrios de nobles, de artesanos, de agricultores y, evidentemente, un sector sagrado y ceremonial que conserva un “Intihuatana”, observatorio astronómico desde el que se controlaban solsticios y equinoccios. Esta es una de las arquitecturas más bellas del valle, y permite apreciar acueductos, plazas, templos, barrios y cementerio.
5. Saqsaywaman: A solo dos kilómetros del centro de Cuzco aguarda la mayor obra arquitectónica de los incas “Saqsay” que significa satisfecho y “waman”, halcón. El “halcón satisfecho”, el lugar donde concluía y concluye el Inti Raymi, la representación multitudinaria de la Fiesta del Sol que cada 24 de junio atrae a viajeros místicos y curiosos. Hay piedras de hasta 121 toneladas, que se cree que más de 20 mil hombres las extrajeron de unas canteras a varios kilómetros y las transportaron hasta esta colina desde la que se obtienen las vistas más increíbles y emocionantes de Cuzco.
Hay una piedra con 11 ángulos, enormes poliedros irregulares cuya disposición imita la huella del puma (en la cosmovisión andina), el mundo de arriba, puro, limpio y superior, lo representa el cóndor; el mundo más humano, de la supervivencia, la fuerza y el poder terrenal, lo representa el puma; y el inframundo viene representado por la serpiente y los misterios de lo subterráneo.
Este extraordinario territorio, como su buen patrimonio siembra dudas porque en esos misterios anida la belleza del mundo. Aquí hubo batallas definitivas entre españoles e indígenas y tuvo lugar la rendición del Manco Inca. Se cree que también empezó a construirse durante el gobierno de Pachacútec y que lo que vemos es solo el 40 % de lo que debió ser.
6. Tipón: Es la celebración absoluta de la inteligencia y del agua. Aquí se edificaron terrazas, andenes, hogares de piedra y de adobe y conductos de agua proyectados de manera prodigiosa. Conviene no perderse el altar al sol (Intihuatana), el mirador o Cruzmoqo. El Inca Garcilaso asegura en sus crónicas que fue construido por el inca Huiracocha como residencia de su padre Huaqaj durante el siglo XV.
7. Las iglesias Huaro y Andahuaylillas: Para terminar el viaje, dos paradas imprescindibles en la ruta del Barroco andino. Dos obras mayores: la iglesia de San Juan Bautista de Huaro y la de San Pedro Apóstol de Andahuaylillas, considerada, y con razón, la Capilla Sixtina de América.
Ambas fueron erigidas por los jesuitas en el siglo XVI y destacan por la cantidad y el nivel de las pinturas que iluminan sus muros. Eran capillas doctrineras situadas estratégicamente en el camino a Qollasuyo y a Puno y a Potosí, en Bolivia. El exceso de ornamentación como llamada al recién convertido indígena. Este era un eje comercial determinante y los jesuitas fueron hábiles a la hora de catequizar.
Huaro está decorada por impresionantes murales que llegan al techo creados por artistas locales entre 1675 y 1802, obras que mezclan creencias e iconografías indígenas y coloniales, el sincretismo a través de escenas del Antiguo Testamento. El pintor mestizo Tadeo Escalante se superó a sí mismo en las postrimerías al pintar un “infierno” en el que se representa el juicio final con todo detalle, además de frisos sobre la gloria y el purgatorio.
De fachada renacentista, Andahuaylillas es la culminación del refinamiento del Barroco andino. En su interior, conmueve la explosión de artesonado revestido de oro, tallas, lienzos y murales. En uno se lee la firma (con fecha de 1626) del artista peruano colonial Luis de Riaño, discípulo del italiano Angelino Medoro, de los máximos representantes de la escuela cuzqueña de pintura.
Hay que pensar en la voluntad evangelizadora y prestar atención, sobre todo, al llamativo mural de la pared interior de la entrada: a la izquierda, el camino al infierno; a la derecha, el camino al paraíso. El primero es de fácil acceso, el segundo requiere muchos esfuerzos. La inocente simbología revela el carácter pedagógico realzado por la fuerza expresiva de las imágenes. Otra visita casi obligatoria, para aprender más del mundo sagrado de los Incas.
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